martes, 15 de mayo de 2018

Thomas Ligotti: una introducción (3 de 3)



    Si Thomas Ligotti piensa, con Schopenhauer, que “entre los bastidores de la vida existe algo pernicioso que convierte nuestro mundo en una pesadilla”, así la atmósfera propia del horror sobrenatural será creada por “cualquier cosa que sugiera una situación ominosa más allá de la que perciben nuestros sentidos y pueden comprender plenamente nuestras mentes” (CcEh, 227). En la visión de Ligotti, el buen cuento de horror sobrenatural siempre deja algo sin explicar, y esto en tanto lo ominoso siempre obedece a algo más esencial, algo que no se deja ver, figurar, hacer figura, ser concreto, nombre o rostro y cuerpo por muy imposibles que sean. Para Ligotti, es simple: si puedes explicarlo, no es sobrenatural. Aunque se trate de una historia de fantasmas, vampiros, monstruos, lo que sea, debe haber un horror que no se deja limitar a ello. La obra de Radcliffe, o El corazón de las tinieblas de Conrad no incluyen elementos sobrenaturales, y sin embargo Ligotti los incluye en el género debido a su atmósfera, que sí lo es, por las razones señaladas. Más allá del “enigma que jamás se desvela” (N, 26) subyace una realidad que nos excede, nos supera, inabarcable y por supuesto enemiga: lo poco que accedemos a vislumbrar nos contempla con ojos diabólicos. De hecho, si las obras de Radcliffe o Conrad sirven tan bien de ejemplo en La conspiración contra la especie humana es porque, al no contar historias sobrenaturales, muestran mejor aún el pavor ante la inmensidad de los bosques, los ríos, ante una naturaleza experimentada como misteriosa, impenetrable, amenazadora y perversa.  
    La elipsis inevitablemente deviene figura principal del relato de horror, llevado en Ligotti, incluso más aún que en Lovecraft, a extremos de total abstracción, precisamente los que permiten la alucinante recopilación de breves viñetas que componen la tercera parte de Noctuario, el ya citado “Cuaderno de la noche”, donde algunos de los textos se dirían reflexiones perturbadas de individuos desconocidos en una situación que nunca llegaremos a esclarecer ni en sus más nimios detalles. Pero la elipsis, como en Kafka, también es el medio ideal para mostrar hasta qué punto ignoramos las manos que dirigen nuestro destino: nunca conocemos al gestor de la ciudad, o llegamos a penetrar en los secretos presumiblemente terribles de la Quine Organization, presencia importante en la segunda parte de Teatro Grottesco. El fuera de campo, como diríamos en cine, es vasto e inabarcable, y excede a la conciencia humana en el sentido de que ni la naturaleza misma puede conocerlo, pues ella también es, al fin y al cabo, víctima (por supuesto la Quine Organization está dentro de la naturaleza, pero a esto hay que hacer dos matices: en “Nuestro supervisor provisional” las peculiares cualidades del tal supervisor pueden concitarnos graves sospechas, y además, ¿hasta qué punto no funciona la Quine Organization o los sistemas burocráticos o fabriles como metáforas a su vez, tal como antes hacían los monstruos, del universo que Ligotti quiere mostrarnos? El capitalismo, en este sentido, como las pesadillas, es la catástrofe en la vida que nos hace visible la catástrofe que es la vida). 
    Esta importancia de lo no mostrado es tan coherente y tan singular, que tiene peculiares consecuencias. La conclusión de “El prodigio de los sueños” puede permitir mostrarlo: allí, por un lado, descubierto por parte del espantado protagonista el olvido por él mismo convocado que le impedía entender los misteriosos signos que a su alrededor se disponían, comprende que va a morir inmediatamente. Ligotti refiere “las pisadas de hombre y bestia” que se escuchan al otro lado de la puerta de la biblioteca, pero también de “algo horrible e informe” que comienza “a arrastrarse emergiendo de las brumas, atravesando paredes y ventanas como si estas también estuvieran hechas de simple niebla”. Por un lado, Ligotti sugiere una mezcla de hombre y bestia que convoca una idea de muerte física brutal pero que no se describe en detalle (por ejemplo, qué bestia); por otro, un horror informe y casi abstracto. ¿Quién mata a Emerson (curioso apellido del protagonista): el hombre-bestia o el horror informe del que ignoramos toda descripción? Uno se escucha al otro lado de la puerta; el otro, de las ventanas. Ligotti no dice el lugar de entrada y ni siquiera dedica una frase al momento de la misma, que solo descubrimos por las palabras de Emerson. Finalmente, una única frase del narrador: “Y el dios, como un esclavo obediente, descendió sobre su víctima”. Con el término “dios” Ligotti expresa la magnificencia del ser que viene a matar a Emerson, pero sobre todo evita explicitar su procedencia y forma material. La ambigüedad es notable y en último término sirve para afianzar la única certeza: el espantoso dolor de la muerte del hombre, sus gritos fundidos con el griterío de los cisnes. Ligotti no solo lo ha dejado casi todo fuera sino que ha doblado al ser que destruye a Emerson creando así no solo enigma sino confusión. El horror se precipita inevitablemente pero su forma es inasible, no porque la descripción sea imposible, como en cierto Lovecraft, sino porque no se emprende siquiera. 
    Más aún, la singularidad de Ligotti procede de que generalmente no se muestra más porque lo que hay no es algo que haya que ver, precisamente. Al final de “El prodigio de los sueños” no hay nada importante que ver sino que entender, un mecanismo funesto de autocondena y olvido finalmente cumplido.  En el fondo, hay relatos de Ligotti que lo explican todo: “El Tsalal”, “Demente velada de expiación” (pese a su audaz y enigmático final), “La sombra, la oscuridad”. La reflexión y discursividad son centrales en la obra de Ligotti porque su horror, insisto, es ontológico: más que verlo, hay que entenderlo. Todo lo que veamos es mera metáfora de una verdad terrible, esencial, que no se deja resumir en forma alguna. En el arte de la sugerencia y la elipsis de Ligotti se juega en el fondo la comprensión del mundo en tanto mascarada del dolor como única certeza. El brutal final de “El Tsalal”, por ejemplo, es tanto más extremo por cuanto, al dejar Ligotti inexplorado el ritual canibalístico que lo concluye, no deja de manifestar con ello la irrelevancia en último término de tales dolores frente a las monumentales dimensiones de la catástrofe que siempre se avecina en sus relatos. 
    Dado que entre las cosas que podemos entender están el carácter maligno de la existencia, el sufrimiento como su principal cualidad y su absoluto sinsentido, sobremanera este tercer aspecto permite a Ligotti ir más lejos que nadie en el tensar la cuerda de sus atmósferas y sucesos permitiéndose entre otras cosas un notable sentido del humor. Muchas veces este procede de la descripción de sus paisajes humanos (donde destaco, como mis personales favoritos, el de la oficina de “Mi defensa de una acción punitiva” y los hilarantes artistas presentes en los relatos de la tercera parte de Teatro Grottesco), pero en otras, como “Atracción de feria y otros relatos” (un magnífico ejemplo por cierto de la capacidad de Ligotti para teorizar sobre su propia práctica) o “La marioneta payaso”, el humor surge del ridículo consustancial a dos cosas: nuestra vida, y las supuestas manifestaciones de lo siniestro, lo arcano, lo esotérico, etc. Toda revelación es patética en Ligotti, envuelta en no otra cosa que trivialidad. La suntuosidad y trascendentalidad de lo esotérico le produce visible desdén, tal como expresa nítidamente en “El orden de la ilusión”, sintético y espectacular cierre de Noctuario donde no hay mayor dolor que la imposibilidad humana de dar un sentido a lo que carece manifiestamente de ello sin que adopte la forma de parodia. Las muñecas rotas son más reveladoras que pentáculos, crucifijos y otros símbolos, y los escasos rituales son dejados en un riguroso y piadoso fueracampo del que solo extraemos lo esencial.
    Hay otro factor adicional: la estupidez consustancial a toda humanidad. Pero fundamentalmente, se trata en Ligotti de entender que toda ambición es ridícula, que toda esperanza es vana. Por ello, nada más cómico en su obra que los artistas, y por ello, como descubre el protagonista, entre los poderes del Teatro Grottesco (en el relato del mismo nombre) está el de poner fin a la actividad artística de sus miembros. No hay nada que hacer en el mundo de Ligotti, toda acción está abocada al fracaso o la irrelevancia en el mejor de los casos, y así la lucha es frecuentemente divertida, resulta ridícula y se hunde en el sinsentido contra el que lucha, razón por la cual el protagonista de “El orden de la ilusión”, firme creyente en el hecho de que no hay más revelación que la parodia de la misma, se encuentra con el patetismo y ridículo de su incapacidad para evitar la resignificación de todo aquello que toca, siendo finalmente la capacidad de significar la que deviene dolor (el dolor del signo): la parodia duele, su contrario también, y así no hay lugar para la lucha y el protagonista se deja hacer, se convierte en santón y vive el resto de sus días en el reino de la amargura y la mascarada.
    Las manifestaciones sobrenaturales devienen igualmente risibles, y ahí es difícil igualar la originalidad y riesgo del autor. Me permitiré explicarlo así: creo que no seremos pocos los que, viendo una película o leyendo una historia de terror, no hemos pensado: “¡vaya tontería!”. Muchas veces el terror raya el absurdo, nos resulta ridículo con sus fantasmas jugando al despiste, los psicópatas acechando cansinos durante horas, los zombis extenuantemente lentos… todos podemos pensar en muchos ejemplos. Ligotti consigue el más difícil todavía: los hechos que narran sus historias resultan generalmente absurdos, suelen ser risibles, y sin embargo es esto lo que los convierte en terroríficos. Porque el horror no necesita dar miedo, una de las grandes lecciones de su obra. Si en Seres extraños, la desconocida y extraordinaria película de Takashi Shimizu, el conmovedor personaje interpretado por Shinya Tsukamoto acababa descubriendo que el camino hacia el conocimiento sería iluminado por el terror, pues no se tiene miedo porque se ve sino que es el estar aterrorizado lo que permite ver, el terror el que permite una apertura perceptiva que nos hace permeables y conscientes de nuevas realidades, podríamos decir que a Ligotti este descubrimiento ni le va ni le viene.
    Porque lo importante es que es el horror el que nos mira a nosotros, queramos o no. El nos ve, nos domina, más aún: estamos hechos de horror. Dar miedo es una debilidad que los humanos trasladamos a un reino al que nada importamos, por ello es importante la escasa preocupación de Ligotti por aterrorizar a sus lectores. Constituyendo el ser mismo en toda su extensión, lo risible es la muestra de un horror dueño y señor de la existencia, que no tiene necesidad de manifestar su poder sobre nosotros aterrorizándonos. Lo que muestra “La marioneta payaso” es ridículo, puede dar risa (de hecho hay un gag con un yoyó de un atrevimiento difícil de creer): esa despreocupación es el mayor signo de su omnipotencia, de su poder infinito. Es el reino de lo grotesco: la transformación a la par risible y espantosa de la realidad, risible por terrible, terrible por risible. El hombre cuyo guiño suena como el diafragma de una cámara sonríe, y esa sonrisa es el signo de un espanto inasible y siempre triunfante.
    Tales dimensiones del espanto definen bien la dimensión de lo que Lovecraft denominaba “horror cósmico”. Los personajes de Ligotti extreman sin duda las cualidades de los protagonistas de las obras de Lovecraft o su también admirado Poe, pero el horror ahora es demasiado para que ser humano alguno lo soporte. La locura, el desmayo, la muerte, son pocas para Ligotti, que en Teatro Grottesco, como ya se dijo, describe una humanidad realmente en las últimas, histérica, cobarde, ruin, reducida a la sombra decadente de lo que una vez fue un sueño ilusorio. Es esto lo que permite a Ligotti llegar en ocasiones a prescindir prácticamente de la figura del protagonista, o ponerla en duda, o llevarla a diversos usos extraños, como los de varios relatos del citado “Cuaderno de la noche”, voces de no se sabe quién, o reducir a sus personajes a meros sujetos sufrientes de situaciones incomprensibles (“Las voces de los huesos”), aunque en ello puede entrar en sintonía con la corriente del horror moderno que incide sobre todo en los horrores de la psique o la fragmentación de la identidad y la conciencia, como en “Las ferias de gasolinera”, “El bungalow” y tantos otros. Más lejos irá en dos relatos singulares: en la conclusión de “Severini” las voces de protagonista y antagonista se funden alucinatoriamente en una sorprendente y enigmática lección de experimentación literaria donde las barreras espaciales, temporales y mentales desaparecen y la palabra parece devenir campo autónomo repentinamente consciente de sus poderes para trascender toda realidad descrita y mostrar toda conciencia como efecto, sedimento reconstruible y reconfigurable a capricho de poderes siempre ocultos.
    Pero a mi juicio la culminación de los poderes como autor literario de Ligotti se sintetizan en su mejor relato y, para un servidor, el que quizás sea el mejor relato de horror jamás escrito: “La Torre Roja”. Aquí, Ligotti no se cruza con el habitual Kafka sino si acaso con Roussel, en una historia que no es más que la descripción, alucinada y fascinada, de una misteriosa fábrica (otra vez) quizás abandonada, sin puertas ni ventanas, y sus sorprendentes líneas de producción. En la descripción detallada y detenida del lugar, en otro prodigioso uso de las sugerencias, las sospechas y los rumores, se acaba decantando una voz narradora que acabamos conociendo como un mero efecto de aquello que describe… y que nunca ha visto y quizá nadie haya visto nunca pero de lo que todos hablan y nunca nadie deja de hablar, reducida toda existencia humana a la especulación sobre los misterios de la fábrica misteriosa. El narrador es efecto de lo narrado y no vive más que para narrar: reducido a su voz, a su terror, Ligotti nos muestra como pocas veces se ha visto la desnudez absoluta de una humanidad reducida al simple pavor, en el fondo el resultado no ya solo de la Torre Roja sino de la propia literatura, la necesidad de que alguien hable y describa. A veces la literatura, el arte, tiene esos poderes: permitirnos creer que estamos destruyendo el mundo, o afirmándolo tal como en realidad es: el infierno que bastará pasar la página para ver reconfigurado, siempre renacido y único. Con la única esperanza de que algún día advenga la última página, tras la cual no basten ya las metáforas para disimular el dolor y nos decidamos a dejarnos de historias y destruir por fin, de la única manera en verdad posible, el mundo. 

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