martes, 17 de noviembre de 2015

En tierra extraña (Shyamalan, 2)


    La joven del agua y El incidente ocupan un peculiar espacio dentro de la obra de M. Night Shyamalan: la primera parece ser la más odiada (lo de Airbender es otra historia), y la segunda la más querida por sus fans más hardcore. Acaso no sea ajeno a esto que son sus dos obras más programáticas, las que con más precisión e intensidad presentan dos tendencias de su cine: el ejercicio entusiasta de la narrativa demiúrgica y la mezcla entre humor y terror vinculada sobre todo a un tratamiento muy específico de los personajes tanto en su carácter psicológico como en su comportamiento gestual. Las dos son en esto, eso sí, desarrollos perfeccionados y extremados de Señales.
    La joven del agua lleva al límite la apuesta de aquella, donde como decía en la anterior entrada de este vuestro blog, era la obsesión de la narrativa hollywoodiense por que cada elemento tenga su justificación dentro de la historia la que terminaba llevando al personaje protagonista al retorno a la religión. En la conclusión, el ex-sacerdote descubría que todo estaba ahí para decirle qué hacer en un momento determinado, que el azar no existe, de modo que todo responde a una necesidad narrativa que nos demuestra que todo posee un sentido, una función, de todo hay una razón, una razón eso sí demiúrgica: las cosas han sido dispuestas. Si en Spinoza Dios es causa inmanente y no transitiva del mundo (que no es, por tanto, creación), en Shyamalan hay una transitividad irresuelta (el autor nunca es descubierto… salvo en su segundo largometraje, Wide awake) pero no por ello menos manifiesta.
    La apuesta de La joven del agua consiste en identificar la realidad narrativa con la realidad tout court, esto es, que la realidad se convierta ella misma en, en este caso, cuento, de modo que todos los personajes que habitan en una pequeña urbanización descubran que se encuentran allí para cumplir con un propósito determinado. Ya no es solo que se evidencia que todo cumple una función, sino que esta es explícitamente narrativa, los individuos se descubren parte de un cuento y es este el que han de entender para saber cuál es su propósito, su razón de ser. La vida no es sueño sino cuento, nos dice Shyamalan: sigue unas reglas bastante precisas, donde cada elemento tiene un sentido, una finalidad, y todo se ordena además en torno a una moraleja, una enseñanza, un aprendizaje sobre el miedo, el mundo y el amor.
    Todo esto se encuentra con nitidez en La joven del agua: la primera parte se concentra en que la narf se encuentre con el hombre sobre quien ha de influir (interpretado por el propio Shyamalan), la segunda en conseguir que pueda volver a su mundo. La segunda misión en principio parecería la menos importante, ya que el propósito de la narf no es salvarse sino influir sobre el humano, pero Shyamalan la ha dado un nombre que nos permite entender este orden: Story, historia. La “historia” que solemos referir como “con minúscula” obtiene una mayúscula al convertirse en nombre propio, individuo físico. Y una vez la historia ha cumplido su función mayor, propiciar una influencia que habrá de cambiar la vida de los humanos, ha de cumplir la menor: para ser salvada, todos han de entender que su existencia es narrativa, esto es, que existen por y para algo, que su vida tiene un propósito y no es un mero accidente del vacío. La segunda mitad consiste en encontrar al personaje escondido bajo la persona, pero el personaje, lejos de suponer para Shyamalan o para ellos mismos una reducción de esta, supone la vinculación a algo que podríamos calificar como una trascendencia de tipo narrativo. No ser persona sino personaje quiere decir aquí que se posee un sentido, que no es el azar sino la necesidad propia de lo narrativo lo que conforma nuestra existencia. Exactamente lo que lograba el Mr. Glass de Unbreakable al comprobar que la estructura héroe-villano del cómic de superhéroes regía en la realidad. El vacío no reina.

    El incidente constituye, junto con Airbender, la apuesta más arriesgada de la carrera de Shyamalan, sobre todo por su ambición, diríamos, espacial. Shyamalan se distinguía por lo íntimo de sus contextos: El sexto sentido, Unbreakable y Señales se reducían apenas a tres o cuatro personajes, considerablemente ensimismados, y espacios reducidos. The village los amplió algo más, pero revelando bastante la ambición de no hacerlo demasiado, ya que el pueblo que da nombre a la película (el título español, muy erróneamente, le pasa el protagonismo al bosque) existe fruto de un rechazo del mundo exterior: el ensimismamiento de los personajes es trasladado así al escenario mismo. El incidente sin embargo es algo parecido a una película de catástrofes: por alguna razón todo el mundo, ciudades enteras, empiezan a suicidarse. El desastre abarca todo el noreste de EEUU y los protagonistas inician un éxodo bastante reducido y poco espectacular, de modo que incluso en un género tan codificado Shyamalan se las arregla para llevar el agua a su terreno, concentrándose en dos personajes, una pareja (con niña, que es muy importante pero carece del peso que tenían los menores de películas anteriores). Su recorrido será el más extravagante de la historia del subgénero: la excéntrica pareja que propone la teoría de que todo lo producen las plantas (“saca los prismáticos que usas para espiar a los vecinos”), una casa completamente hecha de plástico, dos adolescentes que asesoran en problemas sentimentales y una anciana apartada del mundo que ve en toda persona una potencial amenaza. En el centro, una pareja en medio de una crisis motivada sobre todo por algo que atormenta a la mujer, y que cuando se explicita no puede producir más que perplejidad: ella tomó un postre con un compañero de trabajo (cuya voz suena en una sola ocasión, interpretada por el propio Shyamalan, tal vez en respuesta a los que le criticaron por interpretar al futuro salvador de la humanidad en La joven del agua), y mintió a su marido diciéndole que había salido tarde del trabajo. La candidez de la crisis recuerda a los viejos tiempos en que, en una película como Steamboat round the bend de John Ford, el joven condenado a muerte confesaba avergonzado a su enamorada que en cierta ocasión, antes de conocerla, había mirado a otra joven, y ella, turbada, le respondía que no importaba, que seguro que ella le había mirado antes. La candidez (= inocencia + conservadurismo) de algunos personajes de Shyamalan es casi única en el cine actual, y esta pareja está en cabeza. Tal es así que la sugerencia final es que su amor les salva de la muerte, que el amor les hace indetectables por las plantas o, dicho con más precisión, hace que estas no tengan que defenderse de ellos.
    Pero la propuesta no sería tan interesante si no estuviera acompañada por una forma y gestualidad adecuadas. El ensimismamiento de los personajes de El sexto sentido y Unbreakable se evidenciaba en una gestualidad reposada, lenta. Bruce Willis o Haley Joel Osment parecían sostener sobre sus espaldas el peso de sus personales tormentos. Pero en Señales aparece un cambio: los personajes devienen figuras a un paso de la irrealidad, por la radicalización de su rigidez y un gesto casi atontado, de perenne perplejidad que les aproxima casi a un Buster Keaton más fuera de su elemento que nunca. Pareciera que los traumas de los personajes les dejaran encerrados en una petrificación corporal, un cuerpo en permanente estado de shock que, visto desde fuera, confiere a sus pobres dueños un aspecto ligeramente ridículo, risible, por el cual el humor, siempre presente en pinceladas en las anteriores películas, pasa a mirarse cara a cara con el drama y el terror, hasta inaugurarse con total plenitud lo que me gusta llamar la “duda shyamaliana”: ¿esto es de miedo o de risa?.
    La idea, claro está, tiene que ver con Todorov. Este había propuesto como característica esencial de la literatura fantástica no la impugnación de la realidad, sino la duda sobre la existencia o no de la transgresión sobrenatural, que en tantas ocasiones genera el terror. Así que muchas veces la cuestión es: ¿la situación es de terror o no? ¿Realmente está sucediendo algo que debiera aterrorizarme, que me haga temer por mi vida, etc.? En Señales, la cosa va más lejos, porque damos por hecho que hay extraterrestres pero no podemos creernos lo pánfilos que parecen los protagonistas, de modo que antes de sentir miedo o no, reina la duda sobre si deberíamos o no reírnos. ¿Esto es de risa?
    Tomemos algunos ejemplos: la película empieza con Gibson en la casa. Tras varios planos deambulando, plano frontal, con pared y puerta al baño. Se escucha el grito lejano de una niña. Tras una breve pausa, Gibson entra en campo, dando un paso a la izquierda, y queda detenido tal que así:
    No sé a ustedes, pero a mi me hace gracia. Claro que hay que verle moverse, entrar en campo, porque la rigidez se observa en los movimientos más aún que en su ausencia, que es también muy abundante. Por ejemplo, Shyamalan tiende a hacer adoptar poses ridículas a los personajes sentados, como en la captura siguiente, donde los dos adultos se colocan de forma rígida y frontal ante la cámara, con las manos sobre las rodillas.
    Su aire ridículo es evidente, reforzado además por el hecho de que en ese momento los niños están en una posición más avanzada que ellos por estar más dispuestos a creer en lo extraordinario. Ahí Shyamalan, como tantas veces en la película, peca de enfático colocándolos en primer término, y además uno a cada lado, para equilibrar la composición (he tomado un momento en que solo hay uno, para que se vea mejor la posición de los adultos).
    Como si quisiera llevar los aires ridículos un poco más lejos, a esto añade los clásicos sombreros de papel de plata, que primero llevan los niños pero después también pasan a llevar los adultos, o al menos el más infantil de ambos:
    Los personajes no pueden dar mayor impresión de indefensión, ni estar más unidos en una común naturaleza infantil, independiente de las edades. Cada diálogo da fe de ello: las forzadas frases proferidas por los dos hermanos adultos en la hilarante persecución nocturna alrededor de la casa, la conversación con la sheriff sobre si una mujer puede correr tanto como un hombre (y la distancia que hay entre la burla de Phoenix y su disculpa, donde vemos lo lento que es el personaje), o la impagable escena de la confesión en la farmacia, también de desarbolante candidez, pues la dependienta se confiesa tan solo por el uso de palabrotas que ni siquiera se atreve a decir en alto frente al ex-sacerdote. De nuevo la inmovilidad es clave en la comicidad de la escena: ella en primer término, en el lateral derecho, Gibson impávido delante, sin mirarla ni a ella ni a nada en concreto, con esa cara de circunstancias en la que tan maestro es, escuchando algo de lo que claramente no quiere saber nada, y finalmente la cabeza de un cliente que aparece tras su espalda. Si alguien tiene dudas sobre lo deliberado de la comicidad de Señales, basta ver esta escena, casi sketch, para despejarlas.
    La indefensión, como siempre, es fruto de los traumas de los personajes. En la captura de más arriba de Phoenix y los niños vemos dos traumas distintos: el de la pérdida de la madre (ellos) y el del fracaso como jugador de béisbol (él). Cada cuerpo está configurado por su drama personal, detenido en un rictus de inutilidad, que mueve a la risa cada vez que los personajes toman por ejemplo el valor de mirarnos a los ojos (algo que hacen mucho en Señales), un atrevimiento que sin duda escapa a sus capacidades: son personajes que no pueden sostener la mirada, ya que a duras penas se sostienen a sí mismos. En el encuentro entre su seriedad y su estulticia, lo que Shyamalan hace surgir es la risa, el ridículo.
    Como La joven del agua desarrolla el uso de la narrativa demiúrgica postulado en Señales y Unbreakable, en El incidente la mezcla entre humor y terror y la impavidez de los personajes se extiende a casi todos ellos, aparte de perfeccionarse en un mayor refinamiento en la puesta en escena (apenas queda rastro del vulgar y constante uso del gran angular en Señales, por ejemplo, aunque del de la cámara lenta no hay modo de librarse) y riesgo en la introducción de lo cómico.
    Los elementos citados de Señales están todos aquí, aunque los traumas desaparecen, de modo que no hay razón aparente para la extrañeza visible en Zooey Deschanel, Mark Wahlberg y John Leguizamo. Ella parece petrificada en un gesto de perplejidad e inquietud eterno, apoyado por unos impresionantes ojos que Shyamalan no duda en aprovechar para crear esa extrañeza que busca en la actriz; Wahlberg siempre parece entre atontado y molesto, pero una molestia impotente, imposible de precisar ni mucho menos de resolver (el momento en que mejor y más cómicamente se muestra es en sus divertidas réplicas a la anciana en el momento en que esta le pregunta si quieren robarla o matarla mientras duerme; ahí Wahlberg, como se suele decir, está de Oscar); y Leguizamo lleva la molestia a un constante gesto de estreñimiento, me atrevería a decir, una agresividad larvada, inofensiva, contenida, que encubre una enorme vulnerabilidad que va saliendo a flote conforme la situación avanza. En conjunto, simplemente parecen niños, superados por sus circunstancias y con la candidez de sus pequeños conflictos, que no acarrean consecuencia alguna en la narración. Las películas de Shyamalan siempre se plantean como resoluciones de traumas, de conflictos internos, pero aquí no hay nada así, tan solo una pequeña crisis matrimonial que mueve a la risa más que nada. Pareciera que Shyamalan asume la grandeza del sub-género de catástrofes solo en el conflicto planteado, uno entre el hombre y la naturaleza. Los humanos se convierten en poco más que peleles ridículos, aunque por supuesto esto no comporta burlarse de ellos, mantienen siempre una entidad, dignidad si se quiere, por la que es importante si los protagonistas se quieren o no, y cada muerte sigue siendo un shock, un “acontecimiento”. Por ejemplo, la pareja que recoge a los protagonistas en su coche son presentados como excéntricos y risibles, pero el hombre adivina desde el principio la causa de la catástrofe y la muerte de ambos, que no vemos, es precedida por un primer plano del rostro sordamente conmocionado de él, doblemente conmovedor por el encuentro de su emoción, de su miedo, con el desequilibrio de sus facciones y el leve atontamiento de su expresión; el plano siguiente, en que ambos  entrelazan su manos con el resto del grupo al fondo, es para un servidor uno de los momentos más emocionantes de la película. 
    Por otro lado, El incidente se encuentra bastante lejos (no todo lo que sería deseable, pero la candidez obliga) del paradigma viril tan propio del cine de catástrofes, muy bien ejemplificado por la reciente San Andreas: además del pelelismo citado, los dos hombres son profesores de ciencias, no hombres de acción, absolutamente superados por la situación. La formación científica solo ayudará a localizar la naturaleza del problema y postergar la muerte durante unas horas. No es poca cosa, pero la indefensión de los protagonistas es casi absoluta. Los militares son tan impotentes como cualquiera. La inteligencia, y sobre todo el amor (sin metáforas) acaban resultando mucho más importantes que la fuerza, para la supervivencia.
     La comicidad de la película se manifiesta también en los diálogos absurdos, rayanos en lo inverosímil como sucede en el ejemplo más claro, el momento en que Wahlberg habla con la planta de plástico, una escena que pareciera escrita para decir a los espectadores que sí que pueden reírse con la película. Después de esto, uno de los adolescentes aconseja a Wahlberg con sus problemas sentimentales, otra concesión clara al humor; pero en la siguiente escena unos individuos siempre ocultos matan brutalmente a los dos jóvenes. Las actitudes atontadas van acompañadas de diálogos igualmente extraños, que rara vez ceden al retrato realista de una situación de riesgo, algo que sí mantienen sin embargo las escenas de violencia, donde Shyamalan se las arregla con una sobriedad que apenas había ejercido hasta entonces para hacer sentir el peligro en un contexto en el que este es invisible.
    Un buen ejemplo es el recién citado: los paranoicos matan a los dos jóvenes sin que Shyamalan los haga nunca visibles y por supuesto sin que haya otra relación con ellos. Encerrados en la paranoia antiterrorista, no hay mejor modo de mostrar esta que el que escoge Shyamalan, reduciéndolos a un encierro absurdamente homicida. Antes, en el momento en que varios supervivientes se dividen en dos grupos que atraviesan el campo, cuando uno de ellos empieza a matarse, el otro solo sabrá de ello por los disparos que se escuchan al otro lado de una ladera. Primero tendrá que deducir algo terrible, basándose solo en el sonido de la pistola, después decidir qué hacer. Ninguna panorámica o visión aérea nos muestra la distancia entre ambos, tan solo los disparos nos la dan a entender, invisibles pero demasiado cercanos, puntuando la nerviosa conversación entre la gente sobre qué hacer. La separación entre la muerte y la vida está dada por tanto de la manera más simple. Suena el primer disparo y todos se dan la vuelta:
    El contraplano de esta imagen y este disparo (que son, por cierto, los que siguen a las manos entrelazadas que citaba antes) solo muestra la ladera. La muerte está al otro lado, fuera de campo. Y sin embargo lo que vemos, en el fondo, es la fuente de esa muerte: simple hierba, unos poco espectaculares árboles.
    Una cotidianidad, sencillez campestre, que sin embargo ha devenido asesina, como enseguida deducirá Wahlberg, siguiendo la idea del hombre que acaba de morir. Esta amenaza mayor, la de las plantas, se representa con el simple movimiento de la hierba y las hojas de los árboles, que por supuesto no puedo recoger aquí en captura alguna.
    En todos los casos, la parquedad de los personajes parece ser emulada por la puesta en escena, de una sobriedad que destaca sobre todo en los suicidios, mostrados con esa mezcla de solemnidad y sencillez tan marca de la casa pero nunca tan lograda como hasta ahora: se muestran desde lejos en los casos de la cortadora de césped o el de Leguizamo (un ejemplo de plano técnicamente complicado que sin embargo no puede parecer más sencillo), o recurriendo a las grabaciones caseras que tan buen rendimiento le dieron en Señales (me refiero, aquí, al suicidio en el recinto de los leones), que suponen también una mirada desde más lejos todavía, sin proximidad física alguna al acontecimiento. Por supuesto, se manifiesta con intensidad la tendencia natural de Shyamalan a reducir el espacio de los sucesos, de modo que la estremecedora lluvia de obreros se reduce a un solo edificio en construcción y siempre se contempla desde el punto de vista de un solo hombre, un obrero aterrado, mientras que en un blockbuster al uso, la lluvia abarcaría una avenida entera y los sujetos horrorizados serían unos cuantos. Esta escena es modélica: primero cae un cuerpo y varios obreros se acercan a él. Uno informa por radio, se quita el casco, escuchamos otro ruido de caída a sus espaldas; los obreros se dan la vuelta pero Shyamalan pasa a un primer plano del de la radio. El punto de vista queda establecido.
    El hombre camina hacia el caído, mientras otro cuerpo cae a sus espaldas. Aunque esta caída tiene lugar durante un plano cenital del primer cadáver rodeado de obreros, el siguiente plano sigue al hombre desde su espalda, mientras este mira a su alrededor, por el que va cayendo cuerpo tras cuerpo, aunque siempre sin excesos: primero tenemos el que acaba de caer:
    Después el hombre se gira hacia la izquierda seguido siempre por la cámara, y entonces cae otra persona:
        Y finalmente, otra:
    Son solo tres cuerpos, pero la sujeción a la espalda de ese testigo y el movimiento de la cámara recorriendo un alrededor por el que caen personas da toda la impresión de un desmoronamiento general, radical, del mundo conocido. Remate: un picado casi cenital muestra al hombre finalmente mirando hacia arriba y entonces vemos la lluvia de cuerpos, reforzada por la música de la que no hay modo de librarse en Hollywood, dirija quien dirija. La escena culmina con el rostro estremecido, aterrado, del obrero. No hay plano aéreo, panorámica de la calle, lluvias de decenas o centenares de personas, solo un obrero que ve a varios compañeros caer a su alrededor.
    Igualmente, en el primer suicidio que abre la película, en Central Park, el hecho se reduce al alfiler que una mujer se clava en su cuello, y la paralización de la gente del parque, los gritos, etc., son también seguidos desde el punto de vista de su acompañante, otra mujer que de hecho llega a describir un suceso violento que no vemos sin embargo en sus contraplanos. Cuando la otra se clave la aguja del pelo en el cuello, el plano estará en consecuencia compuesto en dos mitades: el cuello de la víctima y el rostro del testigo:
    Detalle a tener en cuenta: cuando el alfiler se hunde en el cuello, la otra mujer inclina la cabeza, sin gesto alguno de horror (es el momento que presento en la captura); sin subrayado alguno, Shyamalan acaba de mostrarnos el momento exacto en que la mujer empieza a ser víctima de las plantas.
    La sección urbana de la película concluye con tal vez el mejor momento de todo el cine de Shyamalan, que también sirve para informar del crecimiento de la extensión espacial del peligro, al pasar el “incidente” de Nueva York a la ciudad fetiche de Shyamalan, Philadelphia (o “Killadelphia”, como reza el titular de un periódico que aparece en la película). Se trata del justamente célebre plano que sigue el recorrido de una pistola que en plena calle varios suicidas van tomando uno tras la muerte de otro, para matarse. De nuevo no son muchos: solo vemos morir a dos, hombres a quienes hemos visto hablar brevemente segundos antes, y el plano corta con el tercero, una mujer de la que nunca veremos el rostro, de la que nada sabemos. Este anonimato de la última víctima concuerda con el hecho de que si los suicidios previos se contemplan desde un punto de vista humano, en este el protagonista es la pistola, la herramienta que da muerte. La cámara la espera siempre en el suelo, sabiendo que volverá. El abandono del punto de vista humano, que tantas veces acostumbra a tener como consecuencia o prueba la elevación de la mirada, aquí al contrario lleva a colocar la cámara a nivel del suelo, ese al que las personas irán cayendo una a una, o de donde recogerán el instrumento con que se darán muerte.
    Como siempre, la clave en el proceder de Shyamalan es su obsesión por reducir el campo. Curiosamente, los únicos momentos en que muestra espacios amplios es justo antes de la catástrofe, justo antes de que todos empiecen a matarse: lo que muestra es, entonces, un lugar como los Campos Elíseos lleno de gente detenida.
    Como puede verse, por muchos Campos Elíseos que sean, Shyamalan se las arregla para que el espacio parezca más reducido de lo que es, con la ayuda de las dos filas de árboles y, sobre todo, negándose rigurosamente a la panorámica. Lo mismo sucede en Central Park:
    No hace falta señalar lo relevante que es que sea la vegetación la que limite el alcance de nuestra mirada. Ningún plano nos muestra todos los Campos Elíseos, todas las personas en Central Park o en las avenidas suicidándose. Los dos planos que muestro son de hecho subjetivos, como el de los obreros que se ven caer desde abajo. Solo el hombre que se coloca bajo el cortacésped es visto desde una posición elevada: la que corresponde al punto de vista de Wahlberg, que se detiene para observarlo mientras sube una ladera.
    (Por cierto que, a los críticos de cuarta que llamaban “fordiana” a una película plagada de grúas, helicópteros y música intrusiva como The Straight Story, les sugeriría que igual podrían llamárselo a esta, rodada bastante rigurosamente a escala humana, con la candidez de ciertos Ford y capaz como aquel de, pese a mantenerse bien atado a la citada escala pequeña, reducida, propulsarse desde allí al conjunto de la comunidad estadounidense mediante la invocación familiar; no creo que Shyamalan sea fordiano ni por casualidad, como tampoco veo la necesidad de llamar “fordiano” a nadie, pero ya que parece que algunos tienen la tienen, les sugeriría buscar sus razones más allá de la presencia de sombreros vaqueros…).
   
    El peligro es cierto, grave, aterrador, pero en cuanto fuera de esos momentos nos acercamos a individuos concretos, nos encontramos con que son risibles, con que parecen estar en una comedia (muy rara, sin duda) más que en una película de terror o catástrofes. Se podría decir que la comicidad es el acontecimiento más sobrenatural de El incidente: he aquí un cineasta al que no le importa entrar del todo en la inverosimilitud (en la inverosimilitud, saben, se cae o se entra) mientras nos cuenta una historia en la que lo fundamental sería creer en la realidad de los personajes para así preocuparnos por ellos. Pero no es la realidad la que nos aproxima a un personaje, sino el modo en que un cineasta se relaciona con su punto de vista. Además, me atrevería a decir que la comicidad de los personajes, cándidos, indefensos, mueve más al cariño que a la identificación, que Shyamalan busca que en efecto el espectador los aprecie como a niños, por mucho que estos niños puedan tener otros a su cuidado. ¿No nos muestra el final de la película, por otro lado, esta indefensión en que todos nos encontramos? A pesar de lo sucedido, un debate televisivo nos muestra cómo no se han alcanzado las conclusiones adecuadas, las que con toda sencillez alcanzó el personaje de Wahlberg mientras escuchaba disparos a su alrededor. Tal vez después de París…
    Si la reciente y exitosa La visita, de la que hablaré aquí próximamente, retoma la comicidad de El incidente, no es menester olvidar que mientras la primera es un conflicto entre jóvenes y viejos, frecuentes objetos o sujetos de risa en el cine de todos los días, la segunda lleva el extraño sentido del humor de Shyamalan al mundo adulto. Digámoslo así: con jóvenes y viejos, en el cine hay licencia para inventar; con adultos, el realismo se impone. Shyamalan violenta esta regla no escrita y crea unos adultos inverosímiles, sin que esto sea dicho como demérito; antes bien, El incidente vale lo que esta extrañeza, esta inseguridad que dificulta establecer el tono, el género, y en consecuencia violenta todas las claves que habitualmente dicen al espectador cómo ha de reaccionar a una película antes incluso de empezar a verla. Raúl Ruiz sostenía, en el segundo volumen de su Poética del cine, que no solo no había contradicción entre distanciamiento y fascinación, sino que la segunda dependía en gran medida de la primera. Pocas muestras de esto mejores que El incidente nos ha dado Hollywood en las últimas décadas.

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La referencia de Raúl Ruiz proviene sobre todo del vol. 2 de Poética del cine, publicada en castellano junto a los otros dos volúmenes por la Universidad Diego Portales. La referencia a Todorov proviene de su clásica Introducción a la literatura fantástica. No encuentro mi ejemplar, así que si alguien encuentra algún error en mi recuerdo, agradeceré me lo comunique. 
Subrayo también que si a alguien extraña que dos de las capturas no estén centradas, no busque más razón que la tozuda negativa del blog a retirarlas del borde derecho. ¡Actos de la naturaleza!

2 comentarios:

Igor dijo...

De lo mejor que he leído de "El incidente", que es una película difícil como pocas para hincarle el diente en un texto...

Rubén García López dijo...

Hey, ¡muchas gracias por el elogio y por comentar! No es fácil la película, no, cuando se estrenó no hubiera sido capaz, jeje. Un saludo.