Sabotage bien puede resultar el doble maligno, o cuando menos malintencionado, de The expendables 3. Esta última ahonda en su propuesta de mezcla de cine de acción y familiar: aparte de su evidente rechazo de la violencia granguiñolesca de las anteriores entregas, el grupo de mercenarios ya no es uno de seres marginales fuera de la sociedad pero capaces de ayudarla a sobrevivir, un grupo atormentado de padres terribles, sino ellos mismos una sociedad, ellos mismos una familia. También insiste en su narración torpe, morosa, despreocupada, una simple concatenación de escenas estúpidas unidas por un débil enlace argumental de inanidad supuestamente disimulada por una torpe pero constante y, sobre todo cómplice, comicidad.
Sabotage también cuenta la historia de un grupo de mercenarios unidos en torno a una suerte de padre. Allí es Stallone y aquí Schwarzenegger, los dos dioses del cine de acción ochentero: Stallone encarnó al personaje favorito de Ronald Reagan (Rambo, por supuesto) mientras que Schwarzenegger llegó a gobernador de California casado con una Kennedy. Ambos son padres para sus soldados, sostenes de su profesionalidad y símbolos de su “ética” profesional en tanto ambas cosas son la misma, una de las lecciones favoritas del cine americano como puede advertirse por ejemplo en las películas de Howard Hawks. Pero en The expendables 3 Stallone aparenta repudiar a sus “hijos” para no ponerles en peligro, mientras que en Sabotage Schwarzenegger los condena (por mucho que sea sin querer) a muerte: los convence para robar un dinero que posteriormente les robará a su vez, poniéndolos en una situación que acabará conllevando la muerte de todos excepto él. El "Breacher" (Schwarzenegger) de Sabotage es el héroe probablemente más oscuro que ha ofrecido el cine americano en mucho tiempo, pero ello en buena medida por estar interpretado por este actor concreto, y no otro. Es decir, uno con el que la identificación del público está asegurada, de modo que al verse sacudida y problematizada en el desarrollo de la narración, el conflicto resulta mucho mayor que como hubiera sido con un actor menos icónico.
Llamaré al tipo de
identificación que aquí se da “identificación movediza”, en honor de las arenas
movedizas que tanto me inquietaban de pequeño. La identificación movediza es un
proceso de identificación entre espectador y personaje que zozobra de forma más
o menos grave, que se sostiene muy dificultosamente, pero se sostiene. Dos
ejemplos representativos los ofrecía Hitchcock cuando criticaba dos de sus
películas, El agente secreto y Frenesí, porque sus héroes no hacían fácil
el identificarse con ellos ya que el primero era demasiado dubitativo y el
segundo demasiado antipático. Sabotage
es más extrema que esto: el protagonista es demasiado hijo de puta. Pero al
mismo tiempo es encarnado por un actor que asegura la identificación del
público tanto o más que Cary Grant o James Stewart (al menos para el público
especializado en el género).
Todos, en realidad, son
duros o hijos de puta. La inspectora de policía, posiblemente el único
personaje positivo de la película (aunque, marcada por su soledad, se deja
seducir por Breacher, cayendo en su trampa: no es tan calculadora como él)
tiene que ser muy dura para hacer frente a un hatajo de brutales asesinos que
la tratan con absoluto desprecio y a los que solo separa de la criminalidad la
falta de unas pruebas que nosotros, espectadores, sí poseemos. Este
conocimiento del hecho criminal dificulta la identificación dada de principio
por el protagonismo de Schwarzenegger, solo salvada por tal protagonismo y la
ignorancia de las motivaciones del robo, en la que el espectador espera la
previsible redención. Pero el desarrollo, sobre todo a partir de la aparición
de la inspectora, que enseguida se evidencia como el correcto lugar de la
identificación (a excepción del robo, será con ella que descubramos cada uno de
los acontecimientos del relato), desplaza a Schwarzenegger a ocupar en realidad
la posición del villano, o cuando menos del antagonista. Cada vez más, solo el
protagonismo del gran héroe, que no ha encarnado un villano desde Terminator (es decir: en 30 años), salva
una identificación que hace aguas por todos lados.
Dos momentos representan la
zozobra como ningún otro: aquel en que descubrimos que Breacher ha engañado a
la inspectora para que esta le avise de la localización de los sicarios que
quieren matarles, pero sobre todo aquel en que confiesa haber sido él quien se
llevó el dinero robado, para seguidamente matar a sangre fría a la asesina
herida a quien se lo dice y desaparecer, sin dar mayor explicación a la
desconcertadísima inspectora (tan solo un espectacular “sé buena chica y
mantente alejada de esto”), como desaparecen muchos criminales en los
thrillers: como un fantasma. En la primera, se manifiesta la pelea entre las
dos identificaciones: el curso de la investigación otorga un papel protagónico
a la inspectora (apoyado por demás en el magnífico trabajo de la actriz, Olivia
Williams), ya que como he dicho es con ella que descubrimos los datos
relevantes de la narración, por lo que no es fácil reaccionar bien al descarado
modo en que la utiliza Breacher; al tiempo, se trata de Breacher, es decir Schwarzenegger,
y además también podemos tener en cuenta que él y su grupo están siendo
asesinados, aunque esto se debe a su pasado robo y sabemos que el intento de
llegar a los asesinos antes que la policía se debe en parte a que no surjan
nuevas pruebas que les puedan delatar como ladrones; por ello la trampa de
seducción a la inspectora, al interés por capturar y exterminar a los sicarios
antes que nadie. Como se ve, existe un entramado que pone en dificultad el que
se dé un mecanismo de identificación convencional, firme: ni las razones de
Breacher y los suyos tienen la honestidad deseable, ni es él el detentador
principal del punto de vista.
El momento en que Breacher
confiesa a la última de sus mercenarias viva (convertida en sanguinaria
asesina) que él robó el dinero, cae como una bomba cuyo efecto no es
devastador del todo debido solo al descubrimiento de la motivación del engaño, sin
embargo tan absurda que si la identificación no se derrumba completamente es por el
poderoso poder icónico del actor, por la salvaje locura de la asesina y la
conclusión que seguidamente cerrará la película, bastante alejada de la
redención esperada. En este momento, en que todos los enigmas se resuelven,
solo queda la magnitud del desastre, la maldad de Breacher, la locura de dos de
sus secuaces (motivada por el engaño de su superior) y la perplejidad de la
inspectora, definitivamente superada por lo retorcido no tanto de la trama como
de los personajes.
El final, más que otorgar
una suerte de redención final a Breacher a través de la muerte (siempre tras
cumplir con su venganza por supuesto: el nombre obliga), termina de asentar el
principio que dirige toda la narración: la espiral delirante de la venganza,
evidenciada como una suerte de locura. La secuencia pre-genéricos nos mostraba
a un Breacher víctima, doliente (no sabíamos todavía por qué) y la de después a
un Breacher y su grupo del que no podíamos determinar a ciencia cierta si
realizaban un asalto policial o efectuaban un robo (en medio, una trampa: las manos ensangrentadas que se lavan en una palangana, no son las del verdugo que tortura a la mujer sino, como acabaremos descubriendo, las del propio Breacher). Enseguida descubríamos que
eran las dos cosas a la vez, y en esa indefinición, esa doble cualidad, se
mantenía de un modo u otro la película. El Breacher lloroso en cierto modo
actuaba como garante segundo (el primero siempre es, y hemos de tenerlo claro,
el protagonismo de Schwarzenegger) de la identificación mientras contemplábamos
perplejos al Breacher brutal, sin una pizca del humor amable de los
“expendables”, contento de librarse del castigo por un crimen cometido y que
trata a la presentada como su “familia” más bien como ganado sacrificable
(puede no desear su muerte, pero emprendió su engaño sabiendo mejor que nadie
que aquella podía ser la consecuencia). La sensibilidad del héroe, solo
entrevista en el pre-genérico, aun pasada siempre ayuda a salvar la brutalidad
presente. El final no solo termina de descubrir la dimensión de la naturaleza
criminal de Breacher, sino que termina de desvelar una red de crímenes y
venganzas de cuya enormidad da fe la desesperación final de la inspectora:
Breacher captura a un narco, los narcos torturan y matan a la familia de
Breacher, éste y su nueva “familia” roban el dinero de los narcos, Breacher
roba el dinero a su vez a su grupo, los narcos matan a los mercenarios, dos de estos matan a los narcos y empiezan a exterminar al resto de los suyos creyendo
que alguno robó el dinero, finalmente Breacher mata a estos últimos y marcha a
México para utilizar el dinero en sobornos que le permitan descubrir el
paradero del asesino de su auténtica familia, al que asesina, quedando en ello herido,
presumiblemente de muerte.
Identificación movediza. Sabotage, como tantos thrillers, habla
de venganza. Pero el protagonista va más lejos de lo normal en la suya. Se
lleva por delante a personas que nada tienen que ver con ella, engaña a los
suyos, en realidad les hace creerse “suyos” para poder engañarles mejor, para
poder cegarles, como cegados estamos nosotros a la evidencia. Pero no tan
ciegos como para que la identificación no tiemble. Cuando Breacher/Schwarzenegger
empieza a morir, al final de la película, identificarse con él o no ya no es
cuestión de mecanismo: es una elección del espectador que ya solo puede ser
consciente. Una elección, por supuesto, moral.