jueves, 5 de diciembre de 2013

Conciencia de matar

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  Recordaba, hace pocos días, un momento de hace muchos años, en que sentado en una sala de cine contemplaba con escándalo creciente la que entonces era última película de Michael Haneke: Caché.
    Fue aquella película la que me permitió aprender que existe la inercia crítica, es decir, la tendencia a que la lectura de la obra de un cineasta se mantenga aún a pesar de que las películas que este realiza la contradigan. En este caso se seguían sosteniendo, ante mi perplejidad, dos ideas centrales en la circulación social de Haneke: que en sus películas se evidenciaba, cuestionándola, la representación cinematográfica, y que todas ellas eran insoportablemente duras, angustiosas y desasosegantes.
    Respecto a lo primero: ¿cómo no ver que si en Funny games Haneke hace evidente que toda la película es representación (no solo las miradas a cámara sino, sobre todo, el rewind final), en el primer plano de Caché lo que se muestra es una sola grabación, una sola representación, y que ello es necesario para que el resto sea postulado, al contrario, como verdad? ¿Cómo no ver que es preciso que la historia sea tomada como real para que no advirtamos como puesta en escena el momento del suicidio, explosión espectacular en el sentido más spielbergiano del término, con un brutal chorro de sangre dirigido a la conciencia del protagonista?
    Y de aquí, a lo segundo: ¿cómo decir que Caché es dura, terrible y hasta insoportable, si lo que afirma no es sino que los miserables serán perseguidos por sus conciencias? Varias afirmaciones típicamente consoladoras hay aquí, interconectadas: 1/ la existencia de la conciencia, más aún, 2/ la existencia de una conciencia en los miserables y 3/ la seguridad de que tal conciencia les remuerde debido a sus acciones, dicho a modo de conclusión: 4/ el crimen se paga, aunque sea interiormente, aunque sea en los sueños. ¿Es esta, de verdad, una película “inquietante”, “implacable”, “escalofriante”?
    Recordaba ese día hace poco, sentado en otra sala en otra ciudad viendo otra película: The act of killing. En este caso, en principio, lo que uno escucha y lee sobre ella se acerca algo más a la realidad: Oppenheimer ha filmado un mundo alucinante donde los verdugos no solo caminan por la calle tranquilamente (eso pasa en todos los países del mundo) sino que son famosos, alardean de sus crímenes en televisión y son celebrados públicamente incluso por sus actuales gobernantes. Un mundo casi surrealista al que viene a unirse el alucinante folklore indonesio y las representaciones de los antiguos crímenes filtradas por la admiración de los asesinos hacia las películas norteamericanas (Hollywood, se entiende) que les acunaron de pequeños y que ellos siguieron admirando en su feliz juventud satisfecha entre matanza y matanza.
    Oyendo esto, uno puede pensar en una especie de doble brutal, gamberro y amoral de S-21: la máquina de matar de los jemeres rojos, el célebre film de Rithy Panh que daba la voz a los torturadores, pero arrepentidos y confrontados a sus antiguas víctimas. Puede pensar en lo que aportará que la tradición testimonial inaugurada por Shoah se fije en los verdugos antes que en las víctimas, que trate solo con estos sin el concurso del molesto tufo humanista de S-21, aunque no debemos olvidar que, mucho antes de que Shoah empezase incluso a filmarse, Patino ya había hecho Queridísimos verdugos. Uno podía pensar, por tanto, que The act of killing supondría una auténtica inmersión en la auto-narración de la experiencia del torturador, del verdugo, el asesino de masas, el genocida, el acceso a la historia contada por él mismo, ni siquiera por alguien como el protagonista de El paraíso de Hafner, que simplemente incurría en el negacionismo. Y lo cierto es que, al principio, así parece: Oppenheimer se entrega totalmente no ya al testimonio de los criminales, sino a la propia fantasía con que visten sus acciones, y de ahí vienen sus mayores logros, como la escena del primer “casting”. Si al comienzo podemos realmente pensar en un S-21 con criminales no arrepentidos, enseguida se evidencia que el asunto va mucho más lejos: los criminales no solo se sueñan héroes de su país –y con triste justicia, pues resulta que lo son–, sino figuras heroicas radicadas en su propia cultura amén de la hollywoodiense, incluso más allá de lo consciente, pues cuando el protagonista, el “gangster” (el “hombre libre”) Anwar Congo, se empieza a poner literalmente en el lugar de los torturados, no está cumpliendo sino con la costumbre de uno de sus héroes, Marlon Brando, que siempre era linchado en algún momento de sus films (y aun con el periplo de todo héroe de acción a excepción cómo no de Steven Seagal, demasiado chulo para recibir una sola ostia, en la alucinante Alerta máxima).
   Quien tilde de inmoral a la película, solo puede hacerlo víctima de la necia costumbre de no reconocer más testimonio que el de las víctimas y entender que cualquier atención a sus verdugos está contra estas (hay a mi juicio solo dos escenas que ponen en duda la catadura moral de Oppenheimer y lo sitúan en una posición similar a la de los documentalistas de Ocurrió cerca de su casa, pero no entraré en ellas por no extenderme demasiado y porque en el fondo nada afectan a lo que se dirá aquí). Lo cierto es que Oppenheimer, consciente de su material y sus peligros, se toma mil molestias para mostrar que su intención es condenar los asesinatos, y para ello intenta atravesar, por así decir, las representaciones de los asesinos, un mero juego para estos, intentando incardinarlas en lo real, buscando que en ellas, frente a las intenciones de sus protagonistas y creadores, se logre convocar el sufrimiento de las víctimas y con ello las representaciones se vuelvan contra sus autores. Dos son los momentos en que lo intenta con toda evidencia: la tortura (representada, insisto) al hombre que resulta ser hijo de un asesinado, y que por ello experimenta la representación como algo completamente real, y el exterminio y destrucción del poblado, donde la casi total supresión de la banda sonora y los planos enfáticos del horror de los lugareños vistos a través de las llamas hacen que de repente asistamos a un horror real, aunque sea precisamente debido a que, aquí, Oppenheimer decide abandonar lo meramente documental y echar mano de algunas armas representativas como son la manipulación del sonido y el enfatismo del encuadre. En un curioso giro, si la representación (de los asesinos) es lo que debe ser atravesado para desvelar el horror que en ella subyace, Oppenheimer tendrá que echar mano de otra representación (que igualmente recuerda a Hollywood: algunos hablaron de Apocalypse Now, pero yo diría más bien Salvar al soldado Ryan por el uso del sonido) para que entremos en esa realidad. Parece que los planos del casting inicial, donde los gangsters buscan en una calle donde torturaron gente, a más gente para representar lo que hicieron en esa misma calle, le debieron parecer ambiguos. Es el signo de que uno de los problemas más graves de The act of killing es que Oppenheimer, claramente, tiene demasiado miedo a que los espectadores le tomen por un miserable. En eso su benefactor Herzog ganará siempre, quizá porque él sí es un miserable de verdad.
    Y por esta vía llegamos a la conciencia. La citada escena del falso torturado hijo de uno auténtico está destinada a una sola cosa: la mirada de Anwar Congo. No ha llegado ni la mitad de la película cuando sospechamos que esa mirada es su núcleo. Las torturas, el exterminio del poblado, se confrontan a la mirada crecientemente tensa de Congo. A su conciencia. La mirada es la huida del cuerpo: basta ver los malos films eróticos, que recurren a los ojos de la chica desnuda para demostrarnos que es algo más que un cuerpo, cuando precisamente el reto es que éste, además de ser mirado, nos mire, que tenga sus propios ojos y sienta y piense, que veamos un trozo de carne y podamos ver, y decir: hay algo latiendo ahí dentro (sigo llorando a Damiano, sí). La mirada es el recurso de los cobardes, cuando de estos temas se trata. Ojalá The act of killing tratase de verdad de cómo se ven a sí mismos los genocidas, de cómo se representan y del papel que juegan otras representaciones en su auto-narración, y de cómo su país la aplaude hasta auparla a la categoría de realidad. Ojalá, pero Oppenheimer es un moralista: quiere decirnos que la representación es falsa y, como todos los de su clase, trata a sus interlocutores (no los asesinos, sino nosotros) como imbéciles pretendiendo decirles que lo que hay bajo ella es el horror, la muerte, el abuso de poder, el odio, etc. No se cree que podamos verlo, si él no nos lo dice. Si Congo no se da cuenta. The act of killing no es brutal, inmisericorde ni salvaje, sino la historia de un asesino al que le nace la conciencia. Al principio, mata. Luego, pasada la fiebre asesina y celebrado y bendecido por su comunidad, empieza a tener pesadillas. Entiende que matar no es bueno, pero también piensa y defiende que había que hacerlo: acepta su sufrimiento porque está de acuerdo con los crímenes, por lo tanto trata de vivir con él. En las representaciones, empieza a ponerse en el lugar de la víctima intentando sentir lo que aquellas como modo de expiar sus crímenes, llevar a la catarsis su sufrimiento y ganarse ante sí mismo el ya concedido título de héroe (Brando, en efecto). Se intenta convencer de que las representaciones llegan a ello, pero no. Al final, acaba llorando ante la cámara, se derrumba, se arrepiente. Si esto es real o no, da lo mismo: es indudablemente el centro de la película, el nacimiento de una mirada moral en un contexto brutal y criminal hasta la médula. Que Anwar Congo diga que no está de acuerdo con lo que ha hecho, aunque sea solo con los ojos, que lo diga, para que así el director se sienta tranquilo de que nadie piense que él no lo dice. Porque hay que decir, siempre, decir.
    ¿Caché y The act of killing? Son la misma película: se creen que la verdad es el contrario de la representación, y al final resulta que siempre tienen que representarla (no es que no haya afuera de la representación, no: es que la representación está dentro, y por tanto no se la puede sacar sino sacrificando la verdad).  Pero no es esto lo grave. Lo grave es que la conciencia convierte la culpa en individual; poco a poco el país, su política, su historia reciente dejan de ser el problema; ya solo se trata de si Congo tomará conciencia de sus crímenes o no. Al final Oppenheimer también parece demasiado influido por la incapacidad del cine hollywoodiense para pensar colectivamente y su ancestral costumbre de desplazar lo político a lo individual, lo exterior a lo interior. Qué grandes inventos, el alma, la conciencia, el remordimiento, para olvidar la política, la sociedad y aun incluso, quizá, la justicia. 

1 comentario:

Nicolás S. dijo...

Eres un coñazo tío.

Afectuosamente, Nicolás.