miércoles, 15 de septiembre de 2010

1. Montaje

(Como las actualizaciones, recomendaciones aparte, se hacen esperar- si es que hay en verdad alguien esperando allá fuera-, creo que estará bien colgar aquí el primer capítulo del trabajo que acabo de entregar, penúltimo capítulo de mis obligaciones académicas hasta el momento. He procurado reducir las notas a pie de página- obligadas en este tipo de trabajos- al mínimo y, cuando era posible, insertarlas en el texto, que por lo demás no he cambiado en apenas nada)

Arrebato se inicia mostrando el acto de montaje. De hecho, no solo el montaje ocupa su imagen inicial- que muestra, en plano detalle, una empalmadora de Super 8-, sino que los dos protagonistas de la película, Pedro P. y José Sirgado, son presentados mientras montan, uno el rollo de Super 8 donde recopila el más reciente devenir de su, digámoslo así, “proyecto” cinematográfico, otro la última escena de una película profesional, en 35 mm, de vampiros para más señas. Este no deja de ser un hecho curioso porque, siendo Arrebato una película que cuenta al cine entre sus temas principales, la forma en que lo toma es siempre no la del montaje sino la de la filmación. En Arrebato, la reflexión sobre el cine, la pregunta por el cine, equivale a una sobre lo que significa o implica filmar (y ser filmado) con una cámara, sobre el misterioso hecho de la impresión de la imagen en el material cinematográfico, de la luz en el celuloide, la transformación de una realidad en otra que transcurre en dos dimensiones y ve cada uno de sus segundos divididos en 24 fotogramas, que filma (registra) y se proyecta a un ritmo preciso, que produce algo visible pero se halla sin embargo lleno de pausas, negros, puntos de fuga. Por ello, y porque Arrebato termina con un hombre (un movimiento) que vive en un solo fotograma y una cámara que filma sola, hay que preguntarse sobre por qué, al mismo tiempo, comienza con el montaje.

Para empezar, tenemos dos personajes y dos prácticas bien diferenciadas: Arrebato cuenta la historia de dos cineastas, uno amateur, el otro profesional, uno montando en casa, en Super-8, en una modesta empalmadora, y el otro en 35, en un estudio; así les conocemos. Al mismo tiempo, a lo largo del desarrollo de la película, uno trabaja siempre, filma constantemente; al otro, siempre le conocemos preparando un rodaje, solo al comienzo montando lo rodado, y nunca con una cámara en la mano. “Uno filma, el otro no”, podría ser un adecuado título paralelo de la película, y una de las razones de por qué Sirgado no puede acabar sino siguiendo el particular camino de baldosas amarillas de Pedro: sigue a aquel con quien siente que realmente está el cine, que de verdad vive en su compañía, que cultiva a diario sus atenciones. Aventuro que Sirgado, profesional paternalista al comienzo de su relación con Pedro, enternecido por la impericia técnica de aquel, maestro iniciador en cierto modo en las artes de la manipulación mecánica del tiempo, se advierte finalmente superado por Pedro, por ese enamorado del cine que no deja de trabajar, que no cobra por ello pero que está siempre en contacto con su materia amada, que en su trabajo logra avances y, finalmente, un amor espectacularmente correspondido. Si en ocasiones se ha hablado de Arrebato, y con justicia, como del resultado de una insatisfacción respecto a la práctica experimental-amateur de Zulueta, esto, que es ciertamente apoyado por las propias declaraciones del autor, en la propia película es un poco más complicado, porque el desencantado, en ella, no es el superochoísta amateur, que además acaba triunfando en todo lo que se propuso, sino el narrador profesional. Las palabras iniciales de Sirgado “no es a mí a quien le gusta el cine, sino al cine a quien le gusto yo” expresan un sueño, una ilusión más que una realidad, porque en ese momento el cine, a quien ha escogido como destinatario de sus atenciones más imprevisibles, no es a este director de películas de género que mira melancólico los carteles cinematográficos de la Gran Vía, sino al amateur desconocido y entregado, que filma por el simple placer de hacerlo, que ama al cine y vive por ello en contacto constante con él, sin perder tiempo en buscar actores, escribir guiones, preparar planes de rodaje, etc. El camino de Sirgado, manifiestamente el que quería tomar Zulueta, sería sin embargo en Arrebato el camino equivocado, el que aleja del cine- o, por ir hablando ya con más precisión, del arrebato.

El amateur monta solo, el profesional tiene ayudante. El amateur está a solas con el cine. Sabemos por fugaces referencias de los problemas de Sirgado: productores, cambios de título, paso de rodar en escenarios naturales a hacerlo todo en estudio, doblaje de actores para evitar sus voces naturales (algo muy habitual en aquella época)… “Si no hago esta, no arranco nunca”, le dice Sirgado a Ana. Problemas clásicos y comunes en el cine industrialmente determinado. Pero Pedro, “cineasta independiente” como se decía antaño, filma desde siempre, no logra lo que quiere pero filma y filma sin parar aunque no consiga resolver su problema con la “pausa”. Siempre trabaja. Para él el contacto con el cine, vivir el cine, es filmar, “filmador” antes que “cineasta”, por tomar la distinción que Jonas Mekas hacía en uno de sus diarios filmados, pero con la necesidad de ir un poco más lejos: identidad entre vivir y filmar, filmar mientras se vive, filmar lo que se vive, filmar el mundo, registrarlo, grabarlo, imprimirlo, meterlo dentro de la cámara para sacarlo después distinto, el mismo pero otro, las mismas formas pero en otra materia, en otra dimensión, mundo convertido en “plano”, en efecto, una realidad traspuesta a otro “plano” de realidad. El cine (de)muestra que hay otros mundos.

Godard decía no entender cómo un cineasta podía estar en paro, pero ni de lejos podría pensar en alguien tan extremo como Pedro; Arrebato podría mostrar el malestar inherente a una práctica que, iniciada por amor al cine, ve que, para ejercitar ese amor, hay que pasar casi toda la vida alejado del objeto amado; es tal vez el problema de Sirgado. Pedro dice haber advertido en él que estaba predestinado a odiar el cine intensamente. Este podría ser un odio resentido, el que se puede llegar a sentir por una novia con la que se tienen encantadoras conversaciones telefónicas a diario, pero apenas una cita por año. El cartel de La maldición del hombre lobo, la ópera prima de José Sirgado, realizado por el propio Zulueta, está dibujado en un estilo infantil más bien alejado del habitual en los carteles de su autor y que, personalmente, me hace pensar en los dibujos que, de niño, Jacinto Molina hiciera de luchas entre hombres lobo y vampiros tras su seminal experiencia viendo La zíngara y los monstruos. Hay un aire infantil en ese cartel, poco elaborado, pobremente dibujado, que dice algo acerca de la ilusión de Sirgado por esa película, como si fuese un sueño de niño el que se vio realizado al hacerla, o fuera de hecho un niño su autor (alguien, de hecho, capaz de llorar viendo un cromo de Las minas del rey Salomón)[1]. Tras la segunda, sin embargo- que además ha sido realizada en un brevísimo espacio de tiempo: adviértase que entre la última visita de Sirgado a Pedro y la llegada del paquete pasa más o menos, según este mismo, un año, y que en ese espacio de tiempo Sirgado realiza La maldición del hombre lobo y la película de vampiros que monta al inicio del film-, el espíritu es otro: el director está cansado, harto, desencantado… mayor.

O acaso, en esto, no baste decir “industria” y haya que precisar, contextualizar algo más: no “ser un cineasta profesional” a secas, sino serlo en España, en el contexto industrial de la segunda mitad de los años 70, en la época de las películas de terror baratas de Molina, de Ossorio, Aured, Klimovski… Cine industrialmente determinado, sí, pero de una manera muy peculiar, porque la famosa máquina de sueños hollywoodiense deviene aquí más bien carraca maltrecha. Los sueños de la cinefilia a la que sin duda Sirgado pertenece- y que trataré más adelante- son los sueños de Hollywood, de la Metro, de la Fox, de la Warner, la Universal, no los de los arribistas y semi-delincuentes productores españoles, que equivalen, para los “soñadores” cinéfilos hispanos metidos a cineastas, un doloroso encuentro con la más inhóspita y triste de las realidades. Pero nunca ha de olvidarse entonces que Zulueta, lo que quería precisamente, era ingresar en la industria, y haciendo además cine de género[2]. Por ello, tal vez debiéramos ver el planteamiento dual del trabajo cinematográfico de otro modo, y acaso leer Arrebato como un film sobre los peligros del cine, y hecho además al modo de aquellos relatos de terror decimonónicos que mostraban los terribles riesgos de adentrarse en lo desconocido, pero que estaban escritos por autores que no dejaban de hacerlo, ya en solitario y por vías bien personales, bien inscritos en misteriosas sociedades secretas. A Zulueta no le hubiera disgustado que le encargasen dirigir La maldición del hombre lobo, pero conoce bien el cine industrial y sabe cuáles son sus riesgos. A la vez, toda la década de los 70 la ha pasado haciendo films más o menos experimentales en Super-8, amén de algunos pocos en 35 y 16mm, trayectoria de la que por supuesto nunca abjuró pero de la que en repetidas ocasiones ha expresado las limitaciones[3]. El cine está en ambas vías: en ellas se filma, se monta, se proyecta. Sobre todo, se filma: experimentalista aplicado, Zulueta siempre se mantuvo sin embargo firme en el principio de que en el cine se filma algo (Este principio no es válido para el cine pintado sobre el propio celuloide, rayado, etc., pero esta es una práctica que, hasta donde llegan mis conocimientos, Zulueta nunca realizó). La importancia de la cámara, por tanto, es fundamental, y escribe de ella- no en primera persona, matizo- que “es la primera máquina al servicio de lo esotérico”[4], tal vez porque arrebata las formas propias de la vida y las transforma en otras, de las que bien pudiera decirse viven en otra vida- otro “plano de realidad”, como decía anteriormente-, pero a la vez porque el celuloide está múltiplemente dividido, de modo que “su fraccionamiento permite un amplio abanico de posibles puntos de fuga[5]. Arrebato está más bien dedicada a esa relación con lo esotérico[6], a cómo existe un amor al cine que prende por ella, cuyo cultivo puede acabar en el desencanto, el desastre, o en ese tipo de triunfo de cualidad imposible de averiguar para los que quedamos en el otro lado (de la pantalla). La visión que de cada vía de práctica cinematográfica se da en el film está determinada por esa consideración de la cámara como máquina al servicio de lo esotérico, y es en este sentido que el cine profesional aleja al que quiso ser iniciado de esa dimensión mientras que el amateur, sin embargo, se acerca más, y finalmente lo logra. Y de ahí los peligros específicos de cada vía: la profesional puede conducir al desencanto, y al consiguiente odio a aquello que ya no nos produce lo que antes, que ya no repite en cada encuentro el arrebato sufrido en el inicial descubrimiento[7]. La amateur, vía usualmente solitaria, puede acarrear un solipsismo que acabe en un encierro más allá del mundo[8], llevar a una inmersión tal en la materia amada que el mundo entero estalle a su alrededor[9]. Y basta ver en la obra completa de Zulueta, en su trabajo no solo cinematográfico sino fotográfico o plástico en general, que esto no es algo a desear, si bien es sin duda una pulsión presente. La obra de Zulueta de los 70, y muy en particular el cortometraje A mal gam a (1976), acostumbra a representar un encierro, mostrando el enorme mundo que puede descubrirse en una simple habitación- sobre todo si es la de un individuo tan creativo y barroco como Zulueta- pero haciendo a la vez lo propio con los problemas de este encierro, la insatisfacción que produce, con un mundo que sigue ahí fuera, igual de maravilloso y fascinante, además de muchísimo más amplio. Zulueta muestra bien, por tanto, el contento del tipo creativo encerrado en casa, pero también mira con ojos críticos, o cuando menos escépticos, esa lejanía del mundo, que acaba en una suerte de auto-devoración que el personaje de Pedro P., que se va gestando en varios cortometrajes durante toda esta década, terminará representando de forma acabada y nítida.

Volvamos, pues, a la pregunta planteada al inicio: ¿por qué empezar con el montaje? Pedro filma siempre, no monta nunca: lo que muestra a Sirgado en sus dos encuentros no está montado, consiste en rollos de tres minutos tal cual salen de la cámara al revelado. El montaje solo aparece al principio de la película, esto es, casi al final de la historia, cuando prácticamente todo ya ha tenido lugar y solo queda el desenlace, y lo hace por la razón de que Pedro tiene que contar su historia a Sirgado. Así pues, cuando, por primera vez, Pedro quiere contar una historia, su historia, a alguien, a Pedro, corta los fotogramas necesarios, monta un rollo con ellos y graba una cinta, una voz en off, que dirija la narración. Por el montaje, Pedro se convierte en narrador, en contador de historias, lo que no fue en toda su trayectoria, y exactamente lo que era ya Sirgado. Intenta mimetizarse a aquel a quien, lo digo ya, pretende capturar.

Arrebato, como tantos relatos de terror, es una historia en cuyo interior se cuenta otra historia. Comenzamos en un lugar, con unos personajes determinados y, en cierto momento, otro personaje o acontecimiento irrumpe- el hallazgo de un libro, por ejemplo, como en El retrato oval, o diversos encuentros con distintas personas, como en Los tres impostores de Arthur Machen- y se nos cuenta una historia, que acostumbra a repercutir sobre aquella en la que estábamos inicialmente instalados. Podría decirse que Arrebato, como tantas historias constituidas en su mayor parte por flashbacks, tiene dos posibles comienzos y, en consecuencia, dos posibles formas de contar la historia: en uno, José Sirgado está terminando de montar su nueva película, pero se encuentra mal por algo que tal vez ni él sabe lo que es; entonces, llega una historia del pasado que trastoca su presente dirigiéndolo hacia un inesperado futuro. Es el modo en que Zulueta comenzaba la primera sinopsis que realizó del film. En otro, comenzamos con Sirgado dirigiéndose a una finca con la intención de hacer localizaciones para su primer largometraje; en ella, conoce a un misterioso personaje que le divierte e intriga; después se enamora de una actriz que protagonizará su película y la introduce en el consumo de la heroína- en principio solo esnifada- a la que ella pronto se hará adicta; por razones de producción, le cambian el título de la película, el rodaje en escenarios naturales pasa a decorados, se decide doblar a la actriz (es de suponer que por su acento argentino); los dos vuelven a la finca y pasan una extraña tarde con el misterioso muchacho, Pedro, al que Sirgado ha ayudado con sus películas, y que se va de la finca al día siguiente; la película se hace, la relación se acaba más bien mal, Sirgado hace una película de vampiros con la que no acaba de sentirse satisfecho y, entonces, una noche después de una mala sesión de montaje y al tiempo que reaparece inesperadamente su antigua amante, recibe un paquete con una extraña historia de parte de aquel personaje que ya apenas recordaba. La historia, en suma, puede comenzar por el encanto del hombre que por fin va a hacer una película, inicio cronológico, o el desencanto de quien no se siente feliz a pesar de estar haciendo cine, tal vez incluso porque lo está haciendo, o no lo hace como querría, el estado que habrá de ser afectado por el acontecimiento fundamental de la película: la llegada del paquete, la narración de Pedro. Se elija el comienzo que se elija, ambos evidencian que lo fundamental es el encuentro con esa narración. Es importante el primer encuentro entre los dos personajes, es importante el descubrimiento del temporizador, y por supuesto es fundamental el momento en que la cámara toma protagonismo e indica a Pedro que no se suicide y se eche a dormir dejándose filmar. Todos estos son acontecimientos fundamentales de la película, pero a su vez todos ellos los conocemos a través de la voz de uno de los personajes, forman parte de un relato interno al propio film, y por tanto son subsidiarios de la presencia del propio relato, que cumple una función determinada en el relato global, final: hacer que Sirgado vaya a la casa de Pedro, y viva lo mismo. El acontecimiento fundamental de la película es así la historia de Pedro, su recepción por parte de Sirgado. Es, por tanto, la formación del paquete, la construcción de los últimos retoques de un relato y la preparación de su envío, lo que constituye el inicio del film: se finaliza el montaje, se termina la voz en off, se guardan rollo, cinta y llave, se envuelven y sellan: se pone punto y final a una puesta en escena que pretende tener efectos materiales sobre alguien concreto.

Más tarde sabremos que la llave es del apartamento del propio Pedro, que bien imagina que nunca volverá a tener que cerrar la puerta por fuera. El comienzo es efectivamente una llave para el final, en forma de relato. Sirgado, destinatario de este, acierta poniendo primero la cinta. El relato comienza con una voz, que se presenta, que apela al recuerdo del destinatario. Y al comienzo está hecho de recuerdos, recuerdos comunes a los dos protagonistas, por lo que tiene la voz, la narración, de un personaje, y las imágenes mezcladas de los dos, pero principalmente del otro. Pedro quiere que Sirgado recuerde, pero también ponerle en antecedentes para que reciba mejor lo que va a venir y, por qué no, seducirle: porque no sería lo mismo si la historia comenzase sin principio, directamente desde su acto final. No basta el envío, los datos: es precisa una puesta en escena. La historia de Pedro, al contrario de la de Sirgado, solo puede contarse desde un punto y hacia delante, porque es la historia de un triunfo: unos inicios mediocres, un encuentro afortunado (el del temporizador), una carrera de éxito pero que ignora aún el futuro fulgurante que aguarda, un período de decadencia y confusión, un descubrimiento excepcional, y la plenitud, el triunfo, el logro de todas las ambiciones.

Más adelante, y al revés que como lo presentaba cierta célebre escena de Sauve qui peut (la vie), una vez puesto el sonido, falta la imagen. Esta voz, en cierto momento, pedirá que a ella se le sumen las imágenes que el propio narrador filmó, cuando las de la primera mitad de la película pertenecían sobre todo al recuerdo de Sirgado. Pedro comienza a presentar las evidencias de su historia. El fotograma rojo- sin olvidar el modo en que la voz grabada de Pedro interpela directamente a Sirgado como si estuviese en la misma habitación, viendo pasar ese fotograma: “La relación entre el texto en “off” y la imagen que teóricamente lo ilustra es ilusoria; a lo largo de todo el film, hay un proceso de interactividad entre ambas: hay dos relatos simultáneos. Es aquí donde la cima de esa interrelación se manifiesta, porque la voz de Pedro a través de la cinta magnetofónica interpela directamente al acto que está llevando a cabo José Sirgado, como si en verdad estuviera allí presente, viendo lo que acontece”, en Gómez Tarín, Fco. José, “Guía para ver y analizar Arrebato”, Nau Llibres/Ediciones Octaedro, Valencia/Barcelona, 2001, pag. 52- no solo comienza la vampirización de Pedro, sino el segundo paso de la del propio Sirgado, pues es la que definitivamente une su relato interno al de Pedro, sincroniza las dos miradas, las dos experiencias, en una, les reúne en la misma línea, el mismo camino que ya solo puede ir hacia delante. En resumidas cuentas, en Arrebato el primer vampiro que aparece, y el principal a efectos narrativos, es Pedro, Pedro y su relato.

La posesión vampírica acostumbra a comportar tres pasos, al menos así lo hace en Drácula (1897), la obra de Bram Stoker que da carta de nacimiento al mito del vampiro en la cultura popular occidental, amén de una obra muy admirada por Zulueta. Tres contactos entre el vampiro y su víctima: aquí, el encuentro con el relato, después las imágenes y la sincronización a través del fotograma rojo, finalmente el fin del relato y la conversión de la propia víctima en criatura del otro mundo. Todo encaja con el clásico proceso de vampirización, distinto de la muerte por falta de sangre, consistente en hacer de la víctima otro vampiro, de modo que Pedro, vampirizado inicialmente- con su conocimiento y beneplácito-, pasa a ser vampiro después. En tres pasos el cuerpo del individuo vivo pasa a un estado distinto, que habrá de ser el propio del vampiro, esto es, materia y sombra, carne y abismo, todo en uno. La luz y su ausencia, en un solo ser. El viviente se acerca cada vez más a los muertos, más a cada nueva mordedura, cada vez más débil, más pálido, obligado a estar recostado, descansando, en la horizontal propia de los muertos. El vampiro necesita carne para aproximarse a los vivos, para ganárselos. Ser por ello fronterizo, necesita asimismo un punto por el que herir a sus víctimas, acceder a esa carne pura y contaminarla: necesita unos colmillos para contaminar esa sangre fundamental para la vida, herir a esa carne con su abismo. El cuerpo del vivo entonces se marchita, hasta que la sombra se hace señora de él, tras la muerte de la carne. La vampirización de Sirgado presenta con esto la diferencia de ser una mediada: es el cine el vampiro, el ser extraño fronterizo, mitad luz mitad sombra, pero el vampirizador, en los dos primeros pasos- y presente asimismo en el final- es Pedro. Sirgado es inicialmente “mordido” por el relato de aquel y poseído finalmente por el cine, devorado, arrebatado a la vida a que pertenecía. Pero es de retener este aspecto: para morder a Sirgado, el cine necesitó un relato. Hubo que hacer montaje. Porque, sin montaje, no hay historia. Y, a los que están mayores, no se les “muerde”, no se les “engancha”, sin una historia[10]. Cuando Pedro quiere presentar sus “películas” a Sirgado, le hace una suerte de presentación, una iniciación a lo que pretende enseñarle, engarza, por así decir, una forma del presente a una escena de su pasado, hace montaje. No basta un cromo, un dibujo, una fotografía: para que alguien entienda, alguna puesta en escena es necesaria, porque una explicación no es narración en menor grado que una historia.

Al mismo tiempo, en su narración Pedro da orden a materiales diversos, los reúne en una línea que ilustra lo que quiere contar, y que a la vez explica lo que sucede en ellas. Previamente a estas, están las imágenes de los flashbacks, y en todo el conjunto, sucede lo mismo: Zulueta hace en cierto modo lo mismo que Pedro, reunir imágenes de varios de sus cortos, o si no, recurrir a procedimientos utilizados en ellos. Tenemos el primer plano de la jeringuilla y el pico de Complementos (1976), las películas condensadas en tres minutos como Kinkong (1971) o Frank Stein (1972), las nubes aceleradas de Aquarium (1975) o en suma, el uso del temporizador… Con el montaje, no solo Pedro se hace narrador y puede convertir su experiencia en una historia (vampirizadora) para alguien, sino que Zulueta se hace intérprete de su propia obra, no solo reutiliza recursos sino que los inserta en una narración que le permite reflexionar sobre su trabajo experimental.

A mi modo de ver, el cine experimental[11] rara vez es teórico, o acostumbra a serlo en la medida en que es argumental. El cine experimental puede hacerse a partir de ciertas reflexiones o procedimientos, y en ocasiones incluso a partir de nada en absoluto. Pero rara vez habla de, dice, cuenta. Sus realizaciones suelen motivar importantes reflexiones sobre la naturaleza del cine o determinados apartados a él pertenecientes, pero estas se hacen a partir de él, no observando las que en él se hacen, y esto debido a que él- los films de Kubelka, Snow, Warhol, etc.- no consiste en films que reflexionan, sino en experiencias generadas a partir de determinadas reflexiones, que no es lo mismo. Es el cine narrativo, o mejor dicho, argumental, el que puede hacer la teoría de sus procedimientos. Con el personaje de Pedro, Zulueta puede contarnos su insatisfacción con su trabajo, a pesar de que éste no careciese de logros cinematográficos. Puede hacer que la aceleración de imágenes tenga un sentido preciso: la metamorfosis de la realidad para ser convertida en otra que solo el cine puede producir, lo cual es a su vez situado en un marco psicológico, la ambición de salir del mundo, lo cual a su vez se explica como amor a una experiencia, el arrebato, por la cual el tiempo se detiene y uno vive en un instante, en el que una película entera de Jean Harlow pasa en un suspiro, como absorbida por un vértigo fascinador que la resume en una luz, en un brillo medio, aquel por el que, tal vez, se la recuerda más que nada como fascinante o glamourosa. Y aún esto puede extenderse a la visión de una infancia mal resuelta- y en efecto Zulueta explicaría en un texto posterior al film que Pedro había tenido una infancia muy unida al cine y a su padre, y que luego toda su familia había muerto en un accidente de aviación en un viaje a Tanganika-, un síndrome de Peter Pan- de dónde, si no, el nombre “Pedro P” -, una carencia paterna, una incapacidad de madurar, de enfrentar la vida, o incluso los propios sueños. Y, en suma, ¿cómo decir esto sin personajes y sin una relación entre ellos que constituya eso que llamamos “historia”, articulada mediante una “narración” y una “puesta en escena”? No solo a Pedro le hace falta el montaje para contar su historia a Sirgado, es que Zulueta lo necesita para contar una historia que le permita explicar, o explicarse a sí mismo, sus últimos 8 años de cine y de vida. Como si solo a través de la narración el cine pudiese hacer su propia teoría.

Al fin y al cabo, otra cosa hay en el primer plano de Arrebato: no solo la empalmadora, sino la mano que la maneja. Enseguida se verá lo significativo e importante que es esto: que se monta con las manos. Pues después de un proceso en el que Pedro ha eliminado a estas y a su misma persona de la realización del cine, debe volver a emplearlas, una última vez, para comunicarse con alguien (y vampirizarlo). Pedro sale de su encierro para enviar su historia a Sirgado, para reconstruir el recorrido de sus últimos años, sus descubrimientos. Para reconstruir, en suma, su trabajo, pensar sobre él. Y para eso, necesita las manos.


[1] - Otro detalle a observar en la forma del cartel es su composición: el hombre lobo por un lado, Ana por otro, y el título- que más tarde sabremos fue impuesto por la productora- en medio. El mundo de los hombres lobo (lo fantástico, lo extraordinario, lo imposible… lo otro) y el de Ana se encuentran en dimensiones contrarias, separadas.

[2] - “Aunque creía que era difícil, pero yo hubiese querido seguir haciendo películas. Y además, tonto de mí, de género. O sea, yo pensaba que alguien se fijaría en que… que… detrás de aquello había un señor que podía hacer género. Figúrate. Nada. Ahora ya han pasado 25 años, y ahora estaría dispuesto a hacer películas de autor”. Declaraciones de Iván Zulueta en los extras del DVD de Arrebato editado por El País.

[3] - “En realidad era eso, era una necesidad mía de plantearme toda la riqueza de lo que es la narrativa y las posibilidades que te puede dar un cine planificado, bien estructurado, con un guión bien construido y todo eso, cosa que yo venía no despreciando, porque me parece que eso llega mucho más lejos que cualquier cine digamos experimental, pero que digamos no está al alcance de los Super-8 normalmente, en fin, de esa manera de funcionar en la que tienes que estar a salto de mata, ¿no? Entonces, yo tenía verdaderas ganas de enfrentarme al desafío de, oye, plano-contraplano y todo lo demás, ¿no?”, ibídem.

[4] - Hoja de sala del cine Alphaville para el reestreno de Arrebato, que tuvo lugar el 22 de julio del año 1981. Recogido de Cueto, Roberto (ed.), Arrebato … 25 años después, Ediciones de la Filmoteca, Valencia, 2005, pag. 80.

[5] - ibídem. El subrayado, en el texto original, es un entrecomillado.

[6] - Un término como “esotérico” sin duda le pone a uno en el difícil problema de su definición, pero creo que en este caso conviene tomar como referente al propio Pedro: lo “esotérico” es lo que refiere al más allá, a los otros mundos. Las fugas que presenta el cine, entonces, son fugas a otro mundo, el símbolo perfecto de ese sentimiento de magia que la infancia en ocasiones encuentra en el cine, el de verse transportado a lugares extraños, lejanos, exóticos, imposibles, en suma: arrebatadores. El cine prende en algunas mentes como pasión en tanto produce en estas la sensación de verse arrebatadas de su mundo hacia otro, transportadas a dimensiones imposibles.

[7] - Al mismo tiempo, y aquí podríamos ver una de las vías de defensa del cine profesional por parte de Zulueta, ese alejamiento de la dimensión esotérica que comporta este cine, implicaría la posibilidad de no dejarse someter por ese más allá que no deja de ser el más acá de nuestros fantasmas infantiles, o no dejarse, al menos, arrebatar por ello. El horrible encuentro con la desagradable realidad industrial sería, en este sentido, algo positivo para aquel que no logra abandonar a sus fantasmas (porque, y discúlpenme por decirlo tan rápidamente, no son los fantasmas quienes nos persiguen a nosotros, sino nosotros quienes no les dejamos descansar). Por tanto, lo que habría que hacer es crecer… sin que ello acarree el desencanto.

[8] - La acusación de solipsista al cine experimental/de vanguardia/underground o como se le quiera llamar es una de las más habituales y fáciles de encontrar, sobre todo en España. Ya sea por la vía política o la mitológico-cinéfila, se entiende que el cine ha de llegar a las masas, debe ser comprensible por ellas, ya sea para transformarlas ya para darlas lo que ellas (se entiende que) quieren, que la vanguardia busca un aislamiento cobarde, elitista, voluntariamente hermético, etc. Zulueta es, durante toda su carrera, un consumado experimentador, pero sin duda no es ajeno a la idea de que el cine de verdad es el narrativo que se puede estrenar en una sala y ser comprendido por todo el mundo. “Pretendo hacer cine para conectar con el público o, al menos, con un público determinado. Antes probablemente no lo tuviera tan claro, pero ahora ya no albergo dudas al respecto. Yo quiero que las cosas se entiendan y que incluso las fugas y los procesos físicos de mis cortometrajes más alocados resulten comprensibles. A través del cine aspiro a comunicarme con la gente, porque de otra manera lo hago fatal…, lo que pasa es que, a la hora de la verdad, también así resulta difícil” (Zulueta en Heredero, Carlos F., op. cit., pág. 25). Adviértase en estas palabras que Zulueta no quiere renunciar al carácter arriesgado de su trabajo, sino hacer que éste sea comprensible, que un experimento con el tiempo en una obra sea comprensible para el espectador. A mi juicio, la narración argumental es la vía por la que Zulueta busca lograr esto.

[9] - Augusto M. Torres gusta de decir que Arrebato es un apología del suicidio (M. Torres, Augusto, “Mi personal arrebato”, en Zulueta, Iván, Arrebato. Guión cinematográfico, Ocho y Medio, Madrid, 2002, pág. 7: “siempre he creído que Arrebato es una apología del suicidio. Así se lo dije a Iván, que en un principio no estuvo de acuerdo conmigo, y lo he escrito las veces que he tenido que hacerlo sobre la película. Quizá yo siempre he exagerado y, más que la apología del suicidio, sea una apología de la autodestrucción, que no es lo mismo, pero se parece bastante”). La palabra “apología” es dudosa, pero sí es posible considerar que el suicidio se encuentra entre sus temas, debido a la trayectoria del personaje de José Sirgado, y en su declinación me permito percibir esto: la consideración del suicidio como homicidio, no de uno mismo sino del resto del mundo. El suicidio- por lo menos, el presente en Arrebato: uno que comporta la negación del mundo, su desprecio, la abjuración total respecto a todo lo que nos ofrece- es una manera menos complicada pero enormemente efectiva a nivel subjetivo de desatar el apocalipsis. Con su final, Sirgado no culmina un trabajo, una búsqueda, casi valdría decir una investigación, como hace Pedro, sino que encuentra una vía para salir de algo que ya a duras penas soporta (y recordemos que está a punto de suicidarse con unas pastillas al poco de volver a su casa).

[10] - No puedo evitar el recordar aquí una de las “condiciones para crear un buen manga erótico”, que daba el autor de mangas Maruo Suehiro en su historia breve “DDT para una guerra podrida”: “Como hay lectores imbéciles que no están contentos si no hay historia, incluye la trama más estúpida que tengas en mente”, en Suehiro, Maruo, DDT, Otakuland Distribuciones, Madrid, 2004, pág. 76.

[11] - La cuestión de los nombres siempre es un problema: “underground”, “de vanguardia”, “experimental”, “independiente”… Opto por “experimental” porque “de vanguardia” me suena demasiado “oficial”, “underground” demasiado americano y coynutural e “independiente” demasiado ensuciado por los años.